Publicado originalmente en Dominicana en Miami
El árbol de mango
se tuerce doblegado por la brutalidad del viento. Desmembrado, brama hacia
cielo de estaño. El ruido agrieta la lluvia y estremece la idea de seguridad
que se alberga entre las paredes de mi casa. El árbol cae. Su peso arrastra la
materia de los años que llevaba en el mismo lugar, mudando hojas, dando frutos,
aferrado a su porción de suelo. En su caída, se lleva parte de la cerca,
derriba el portón de entrada, besa la acera. En este momento, mientras el
mangifera colapsa, varias casas se inundan, gente pierde sus techos, la
corriente de los ríos desbocados arrastra el mundo a su paso.
Al día siguiente
del Huracán María en Puerto Rico, queda un silencio que solo el silbido de las
ráfagas postergadas rasga. Un olor fétido inunda la lluvia, que no cesa, y nos
preguntamos si, en efecto, el olor era la muerte del país que teníamos. Días
más tarde nos enteramos que las correntías desenterraron los muertos de un
cementerio y flotaron calle abajo como maderos a la deriva.
No hay
comunicación celular. La radio suena a rumor de nada. La energía eléctrica es
un corazón que deja de latir. El servicio de agua potable se desangra hasta
secarse. Como en un cuadro de Goya, el sueño de la razón produce monstruos.
Es un desastre
natural, dirán a los pocos días. Es natural que la naturaleza depure y
regenere. Lo del desastre va por nosotros, si acaso, pues nos ocupa la culpa de
construir sin previsiones afines con nuestra realidad tropical.
Entonces, el
olvido. Los desaciertos. La medida incorrecta de las palabras que se ponen como
diques de la esperanza y la opinión pública. Los discursos se dislocan más
rápido que la fila o la cola para buscar gasolina, hielo o agua. Trump viene y
arroja papel toalla como si se tratara de «hoop shots». Las ayudas llegan. Se
pierden. Se las roban. Se olvidan. La zona montañosa de Puerto Rico queda incomunicada.
Devastada. La economía del desastre encontrará su nido. Buena carnada para el
peje blanco.
Cuando un huracán
viene, el desastre ocurre de golpe. Pero la capacidad para enfrentarlo -o, en
su defecto, su ausencia- es lo que se queda. Aquí murió gente. Aquí
desaparecieron comunidades. Puerto Rico no se levanta. Hay que levantarlo.
A decir verdad,
antes del huracán María, ya el desastre tenía forma de Junta de Control Fiscal
que reafirmaba la condición vulnerable del estado político en Puerto Rico. O su
nulidad.
Nos mintieron. No
éramos libres ni asociados de nada. La quiebra fiscal llegó como un efecto
directo del simulacro y la soledad es una caja grande de pinturas secas.
Se requerirán
varios años de purgación y reformulación para sobreponernos de la debacle. 180,000
boricuas se han ido de la isla desde María y los que quedan. Al momento, hay
escuelas que permanecen sin abrir. Comunidades aisladas y sin agua potable. Y
más de 50% del país no tiene luz eléctrica. Pero la oscuridad no es nueva. Ya estaba.
Nos mintieron
(¿Ya lo dije?). No éramos lo que nos dijeron que éramos, pero tal vez así es
que podremos ser lo que queramos. Solo cuando no se tiene nada somos
verdaderamente libres para desearlo todo.
Así, a pesar de
las tinieblas y las carencias, aquí estamos. De vuelta a la pluma y a la
libreta (tecnologías de siempre), pensando, entre velas, si quedan palabras
para esgrimir la adversidad.
Escribir un país
es una forma inacabada de literatura. A nosotros nos tomará varias
reencarnaciones intelectuales para asumirla con bravío, pero el arte siempre
redime. Libera. Reconstruye. Por concesión de sus facultades imaginativas, hace
la existencia posible.
La inspiración
-ese viejo pretexto para justificar la pereza de trabajar el arte- no hay que
buscarla. Tres meses después, aún está sentada afuera esperando un plato de
comida, o techo, o simplemente un par de oídos de le escuchen.
Y es cierto. El
futuro no es lo que solía ser. Será lo que seamos capaces de recordar.